El filósofo y neurocientífico explica que el uso de palabras positivas no sólo está relacionado con la felicidad, sino con la longevidad.
Luis Castellanos -filósofo e investigador en el campo de la neurociencia- va más allá. En La ciencia del lenguaje positivo(Paidós) explica que el lenguaje -consciente, bien elegido- no sólo construye la vida, sino que es capaz de alargarla. “Las palabras positivas -como alegre, meta, ímpetu- inciden directamente en nuestra salud creando sistemas de protección en nuestro cerebro, que es muy plástico. Si las empleamos bien, podemos vivir más años”.
Las
palabras positivas -como alegre, meta, ímpetu- inciden directamente en nuestra
salud creando sistemas de protección en nuestro cerebro, que es muy plástico
La idea de que los términos
“optimistas” -con “buena temperatura emocional”- puedan hacernos más longevos a
fuerza de repetirlos tiene algo de mantra, le digo. O de Ley de Atracción. ¿Por
qué es esto ciencia y no esoterismo, religión o autoayuda? Castellanos se
refiere entonces a la investigación que alumbró su teoría: “El estudio de las
monjas”, del doctor David A. Snowdon, publicada en el año 2001. Consistía en
estudiar qué factores en diferentes etapas de la vida aumentan el riesgo de
padecer Alzheimer u otras enfermedades del cerebro, como, por ejemplo, los
infartos.
PEQUEÑAS
AUTOBIOGRAFÍAS
El estudio duró 15 años y en él
participaron 678 monjas que tenían entre 75 y 103 años de edad. Cada una de
estas hermanas aceptó donar su cerebro a la Universidad de Kentucky tras su
muerte. También fueron valoradas anualmente de manera exhaustiva: funciones
cognoscitivas, reconocimientos físicos, exámenes médicos y muestras de sangre
para estudios genéticos y nutricionales. La muestra científica era muy
interesante por su homogeneidad: estas monjas tenían idéntico trabajo,
alimentación y hábitos de ejercicio similares, no fumaban y compartían factores
de riesgo parecidos.
Sin embargo, sus actitudes ante
la vida eran muy diferentes. Cuando el equipo de investigación encontró, en los
archivos del convento, las pequeñas autobiografías que ellas escribieron
explicando sus motivos personales para tomar los hábitos, comenzaron a entender.
Contar
es la clave. Cuantas más palabras positivas expresemos y con más intensidad,
más podremos llegar a vivir
Los expertos analizaron
entonces sus escritos, sus contenidos verbales, la densidad de sus ideas, el
número de expresiones emocionales utilizadas y su intensidad, y hallaron que el
número de palabras positivas manifestadas se asociaban a sus datos de
longevidad. “Contar es la clave. Cuantas más palabras positivas expresemos y
con más intensidad, más podremos llegar a vivir”, explica Castellanos. “El
cerebro capitaliza la propensión a experimentar y expresar emociones positivas
para construir momentos más positivos y crear diferentes recursos en nuestra
percepción del mundo, las personas y los hechos, que aumentan nuestro
bienestar”. Las palabras elegidas por las monjas estaban directamente
relacionadas con su energía, con su generosidad, con su altruismo, su emoción y
su fe.
Todas las investigaciones sobre
el tema que se han ido desarrollando después -como el estudio de las
autobiografías de 88 psicólogos por Pressman y Cohen- avalan la primera.
Pidiendo a otras personas que escribiesen pequeñas cartas de motivación -o
algún recuerdo feliz-, los expertos descubrieron que los porcentajes de
palabras que expresan sentimientos positivos oscilan entre el 2 y el 6%,
mientras que en los textos manuscritos de las hermanas era fácil alcanzar entre
el 20 y el 27%.
ESTÍMULOS
PERSONALIZADOS
Palabras con alta carga
positiva son “entusiasta”, “ilusionado”, “anhelo”, “orgullo”, “reír”. En un
nivel más bajo, “satisfecho”, “apacible”, “tranquilo”. Ejemplos de palabras
negativas cargadas con alta activación serían “miedo”, “alertado”, “envidia”.
Castellanos explica que esta división es la básica, porque cada individuo goza
de una jerarquía propia en base a la “relevancia personal” que tenga una
palabra en su vida según su experiencia. Por ejemplo, para alguien a quien le
dé miedo el mar, el término “barco” será negativo; pero para alguien que
atesore recuerdos de su infancia en la costa, será positivo. Los estímulos son
personalizados.
“No basta con decir la palabra
de cualquier manera”, recalca el autor. “Igual que el lenguaje escrito
-especialmente, escrito a mano- tiene más poder que el oral, es necesario
‘habitar’ la palabra que se dice, esto es, sentirla, creer en ella, hacerla
física, poseerla”. Castellanos, que ha trabajado con figuras del deporte como
el entrenador de tenis Toni Nadal, los motoristas campeones del mundo Nani Roma
y Marc Coma, además de con empresas como Repsol, Kellog’s o Mcdonald’s, cuenta
que nuestra ocupación -nuestra profesión- nos ha encerrado en una marmita
concreta del lenguaje. “Es diferente ser profesor, ser periodista, ser
político, ser artista… ese entorno nos ha hecho asumir un lenguaje que no
controlamos. No tenemos consciencia de él y se vuelve en contra de nosotros: lo
hemos universalizado y hemos caído en la trampa”.
El
lenguaje escrito -especialmente, escrito a mano- tiene más poder que el oral.
Es necesario ‘habitar’ la palabra que se dice, esto es, sentirla, creer en ella,
hacerla física
Las investigaciones científicas
han demostrado que el carácter o la predisposición optimista o pesimista de una
persona viene determinada en un 50% por el código genético que hemos heredado.
Otro 30% de nuestra actitud está condicionada por el ambiente, la cultura o la
educación que también hemos heredado a través de la epigenética. “Nos queda un
pequeño pero valiosísimo 20% para interactuar con el entorno y cambiar en la
medida de lo posible unas cartas mal dadas por el determinismo genético”,
sonríe Castellanos.
Pero ¿cómo llevarlo a la
práctica en una sociedad que desconfía de los discursos agradables o muestra
prejuicios ante las palabras positivas? “Lo importante del lenguaje positivo es
que tiene un empuje hacia mi propia energía, sí, pero también activa la energía
del otro. Nos hace confluir”.
LITERATURA ¿POSITIVA?
“Manuel Martín Loeches, nuestro
director científico, lo prueba con estudiantes a través de un ordenador, para
que no haya una voz con carga emocional. Les suelta palabras negativas,
positivas y neutras, y ellos tienen, con puntos de diferentes colores, que
identificar cuál es cuál”, relata el autor. “En el 100% de los casos, el tiempo
de reacción a una palabra positiva es mejor que en la negativa o la neutra”,
relata. En el libro aparecen variados ejemplos: en 1996, John A. Bargh y sus
colaboradores publicaron un experimento realizado con estudiantes de 19 años de
edad. A los de un grupo se les pidió que formaran frases con cuatro de las
cinco palabras de un conjunto como, por ejemplo, “amarillo”, “lo”, “encuentra”,
“instantáneamente”.
Al otro grupo se le ofreció un
conjunto de cinco palabras asociadas al concepto de ancianidad (sin hacer
referencia directa a ella), como “naranjas”, “temperatura”, “arrugas”, “gris”,
“cielo”, “está”. Una vez concluida la tarea, se les pidió a los jóvenes que
fueran de un despacho a otro a realizar el otro experimento, a una distancia lo
bastante grande par medir los tiempos de desplazamiento. Se demostró que los
jóvenes que habían construido la frase con palabras asociadas a la vejez
tardaron más tiempo que los demás en recorrer la misma distancia. Este
experimento se conoce como “Efecto Florida”.
Aunque
las palabras sean negativas, si en su conjunto te conducen a un lugar
apasionante, el cerebro las recibe como positivas
Le pregunto a Castellanos si el
empleo habitual de estas palabras positivas no iría en detrimento de la
literatura o de herramientas agudas del lenguaje, como la ironía. ¿Y si hay
palabras negativas que, ordenadas con estilo y en base a un relato, provocan
belleza, asombro o emoción en nosotros? Si las recortamos, ¿no caeríamos en una
limitación de la propia expresión?
“Las
palabras nunca están para ser censuradas. El lenguaje está para crear. No vamos
a prescindir de Dostoievski cuando ha escrito la historia de la humanidad”,
sostiene. “Aunque las palabras sean negativas, si en su conjunto te conducen a
un lugar apasionante, el cerebro las recibe como positivas. El lenguaje bien
empleado lo que hace es socializarnos, ponernos en contacto con el mundo. Y la
literatura lo consigue”.
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